YO
ACUSO A LA ENSEÑANZA DEL DERECHO, por Mario Elffman *
INTRODUCCIÓN
A LA ACUSACIÓN.
Durante
muchos años dediqué esfuerzos a aprender a enseñar un derecho que
pudiera ser salvaguarda de los reclamos, las necesidades y las luchas
que se verifican en nuestra sociedad y en su base conflictiva. Otras
y otros – me consta - han hecho y siguen haciendo lo mismo, más y
mucho mejor que yo, especialmente docentes mucho más jóvenes y más
capacitados pedagógicamente. Pero la imagen de ese conjunto no deja
de semejarse a esa catarata de pequeños mensajes colocados en los
intersticios del Muro de los Lamentos, con una fe que disimula el
saber que por la noche serán simplemente sustraídos y destruidos
por los depositarios del poder de hacerlo: para que al día siguiente
todo esté como era antes y como habrá de seguir siéndolo.
En
las facultades de derecho, como dijo el victimólogo humanista Elías
Neuman, se transmite el 'saber' como si se estuviera transmitiendo el
poder. Porque, en rigor, lo que se transmite es la reproducción de
la dominación social y su expresión de voluntad en forma de ley y
de doctrinas convalidantes.
Ese
conjunto de doctrinas se aprenden y se enseñan como si en ellas se
contuviera las tablas de la ley, y asumen la calidad del dogma: si
incluso se puede llamar 'doctrina' al dislate violador de garantías
esenciales que fabricó un ignoto jurista que ocupa un alto cargo en
el aparato judicial, de apellido Irurzun, para proveer de
‘fundamentos’ a una constante violación de valores jurídicos de
la envergadura del principio de presunción de inocencia. Quienes la
siguen o la aprovechan para una persecución judicial sectaria no
parecen preocuparse de que, como tal ‘doctrina’, sea indefendible
en un aula universitaria de mínimo rigor. Solo que, en el decurso de
esta acusación, no aparece con la frecuencia indispensable ese rigor
mínimo.
ENTRE
EL PROCESO DE KAFKA Y EL INFORME DE BRODEEK DE CLAUDEL.
El
‘statu quo’ dificulta y comprime la creatividad del docente, pero
muy especialmente la del alumno. Hay algo de la parábola de El
PROCESO de Kafka: Joseph ‘K’, cuya falta de resistencia excita la
rebelión del lector, hace cuanto puede para ENTRAR en la ley, que es
pensada como una fuerte luz que emana detrás de las puertas
cerradas.
La
enseñanza universitaria es, en buena medida, la historia de una
búsqueda para llegar a esas puertas, al punto de contacto entre el
‘in’ y la sociedad; pero también es la historia de una
adaptación a una idea que es letal para su desarrollo: la de que el
derecho DADO, el normativizado, es la mejor forma de regulación y
articulación de las conductas humanas en la sociedad; o, cuanto
menos, la mejor de las históricamente posibles: en todo caso, la que
es más útil para la funcionalidad del orden jurídico, cualesquiera
sean sus vicios conceptuales.
Pero
volvamos a Joseph ‘K’, el protagonista de El Proceso. Él ignora
hasta su propia ejecución, y mucho más allá –si se entiende que
la novela no se cierra- de qué se le acusa, cómo se ventila su
causa, quiénes y por qué lo condenan: pero tanto su ajenidad como
su pasividad no le impiden una ciega fe en el derecho y en la aptitud
para su manejo por los demiurgos, los juristas, los profesores, los
jueces, los fiscales, los abogados, los portadores de ese ‘saber’
que no es muy diverso del ‘poder’.
El
docente de derecho, como operador, no vive en ese nivel de
ignorancia, puesto que nació y se desarrolló profesionalmente en
ese ìn’, habilitado como tal por otros, y que resulta tan
preservador del ‘statu quo’ como lo pretendiera ese ícono de
nuestro conservadurismo reaccionario, como aún lo sigue siendo, de
Georges Ripert. Desde ese espacio de ubicación conceptual no
comprende o se conduele por la ajenidad de Joseph K a lo que el orden
jurídico le depara.
El
‘out’ de la sociedad, de sus conflictos reales, concretos,
constantes, complejos, dinámicos y creativos, no ingresa en escena
sino por la acción de un sector de la docencia suficientemente
crítico, y una porción del alumnado que no dicotomiza ni divorcia
aquella conflictividad y luchas de su tarea de aprendizaje a través
de la información jurídica. Pero pese a los esfuerzos de unos y
otros, resulta ser muy escaso, cualitativamente, el cambio que en los
contenidos de la enseñanza del derecho ha acontecido, tanto durante
las etapas dictatoriales, como en las de un neoliberalismo negador de
esenciales valores jurídico-constitucionales; o, incluso, en otros
períodos menos antisociales, a los que hoy se califica como
populistas.
Un
profesor de derecho constitucional podía sostener, en plena orgía
de sangre, que la jerarquización de valores constitucionales
otorgaba prelación al derecho de propiedad sobre el derecho a la
vida, así como hoy una cátedra de derecho penal puede enseñar la
perversidad del garantismo judicial, u otra de derecho del trabajo
validar la progresiva demolición de las instituciones de naturaleza
protectora o igualadora. Como intentaré mostrar, ni siquiera son
docentes quintacolumnistas, sino que son portavoces de un discurso
dominante, el de la neutralidad, despolitización y desideologización
del derecho.
El
alumno de nuestras carreras de grado es introducido de cabeza en un
microuniverso en el que ni siquiera se le facilita una adecuada
comprensión del metalenguaje del derecho, y transita parcialmente
fuera de su sistema conceptual: es como el ‘Anderer’, ese
personaje de EL INFORME DE BRODEECK de Philipe CLAUDEL: es un ajeno,
un extraño obstáculo que ingresa al pequeño mundo de un pueblo que
ignora hasta la guerra que se desarrolla en sus proximidades aunque
haga negocios con ella. En todo caso la diferencia, afortunadamente,
es que el éxito de ese alumno o esa alumna no es la condena a ser
suprimido y asesinado desde el mismo momento en que interrumpe,
incluso sin proponérselo, ese orden quietista, aprovechador y
cobarde: él, o ella, tiene la posibilidad de adaptarse, de
asimilarse; y, desde luego, de generarse como reproductor del sistema
y alcanzar su puerta: la que va a ser completada y perfeccionada,
luego, en sus indispensables posgrados y sus posibles doctorados.
El
‘in’ de la enseñanza oficial requiere de ventanas, y
particularmente las que proporciona el desarrollo de los aspectos
jurídicos de la lucha social por los derechos humanos, como todo
aquello que Luigi FERRAJOLI se empeña en enseñarnos a considerar
como derechos fundamentales. En esas ventanas se accede a un ‘out’,
que precisa cada vez más ser ensanchado, ampliado: útil para ver
no solo lo que se percibe a su altura sino en el piso mismo de la
sociedad.
Es
un gran aporte de muchos docentes críticos, pero es aún
insuficiente si lo que queremos es evitar que los ‘Anderers’
seamos nosotros mismos, en un mundo que tiende a cambiar, para bien o
para mal, a una velocidad mayor que el estanco del ‘in’ del
derecho. Allí donde se realiza y reproduce la noción de RIPERT de
que la función del jurista no es otra que la de conservar, congelar
y reproducir el mismo estado de las cosas y de las relaciones
sociales.
La
parábola de Kafka se cerraría en aquel momento en el que los
propios burócratas del orden jurídico perdieran la conciencia de
qué es lo que están juzgando, qué es lo que están defendiendo,
qué lo que están condenando, ni quién es ese sujeto Joseph ‘K’
que es colocado ante sus ojos vendados. Llegados a ese extremo, nos
habremos de sentir cómplices del crimen de Joseph ‘K’ y del de
‘Anderer’, y en buena medida de la degradación de un sistema que
justifica el desprestigio social de su rostro más visible, el del
aparato judicial.
Me
he detenido en la parábola de EL PROCESO, porque tal vez algunos de
los docentes que participaron recuerden aquellos debates que surgían
en un seminario válido para carrera docente bajo mi dirección, hace
unos cuantos años, en el que el ‘proceso’ que se examinaba no
eran textos de derecho procesal sino una novela sacudidora, capítulo
por capítulo. Para entonces no disponíamos de EL INFORME DE
BRODEECK.
LA
IGNORANCIA, EL SILENCIO O LA INDIFERENCIA.
Si
no estuviéramos corriendo ese riesgo, si no lo fuera en la más
importante y valiosa de esas facultades en mi país y en la que me
formé profesionalmente, la de la UBA, no se concebiría que hubiera
permanecido y que permanezca silente y cómplice de la persecución
política a la abogacía, a la justicia independiente y ciudadana, a
la vigencia de las instituciones jurídicas republicanas y a la
demanda de conquista de un estado social democrático de derecho. O
frente a la cesión imparable de la soberanía nacional; o al drama
de una exclusión social que es, al mismo tiempo, exclusión
jurídica; o al entronizado de ese 'otro' derecho que expresa la
voluntad de las mafias decisorias en el poder real y concreto. No
deseo ser autoreferencial, pero en mi modesto caso, bastó
exteriorizar un pedido de pronunciamiento a sus autoridades, por
intermedio de la dirección del Departamento respectivo, a mediados
de 2017, para que se me coartara, de hecho y con agravios personales,
mi propia actividad como profesor consulto de esa Facultad.
Creo
que esto se ha agravado, pues esa Facultad que enseña poder antes
que derecho, sigue indiferente en medio de la pudrición de un
sistema judicial que está compuesto por profesionales egresados de
sus carreras; de las prisiones políticas sin causa ni justificación
jurídica; de la pura venganza talional; y del odio como espacio de
ejercicio del poder, la ilegalidad, la inconstitucionalidad de los
aparatos de los que ese poder se sirve y la violación constante de
los principales Tratados y al Derecho Internacional de los Derechos
Humanos.
Cuando
yo todavía estaba en la docencia activa, participando en el
desarrollo de una nueva e interesante experiencia de apertura de
ventanas con el dictado de un curso de teoría general de derecho del
trabajo utilizando al cine como material didáctico, recibí y valoré
mucho un ensayo de Mauro BENENTE, publicado en DPyC de febrero de
2017, cuyo título era tan frontal como su contenido: “DERECHO Y
DERECHA. ENSEÑANZA DEL DERECHO Y DESPOLITIZACIÓN”.
En
el capítulo introductorio, Benente hace referencia a un comentario
periodístico acerca de las características de una marcha de reclamo
del 12 de mayo de 2016 hacia el Ministerio de Educación de la Nación
y Plaza de Mayo, en la que, para destacar el acontecimiento, se decía
que “el clima de indignación llegó hasta los pasillos de
facultades como la de Derecho, donde no se veía una asamblea desde
hace más de una década”. Lo ratifica el autor, al reconocer que a
contrapelo de otras facultades de humanidades y ciencias sociales, la
facultad de derecho de la UBA es ajena a las acciones públicas en
defensa de la universidad.
Creo
que es útil detenerme en la experiencia personal del autor, que en
el dictado de clases abiertas en el marco de paros docentes, comprobó
que la asistencia de alumnos de cursos del inicio de la carrera era
muy superior a la de quienes cursaban materias con más de la mitad
de la currícula aprobada. Habría que comprobar si se puede
extrapolar esa experiencia como para cohonestar la afirmación de
Benente de que existe una relación decreciente entre el avance en la
carrera y el grado de compromiso político y social del estudiantado.
La
dificultad para ese tipo de generalizaciones siempre me recuerda
aquella crítica al pragmatismo norteamericano de Mario BUNGE, cuando
decía que si un investigador sociólogo pragmático visitaba una
casa en la que los abuelos hablaban entre sí y con sus hijos en
italiano, estos con los suyos en español y los nietos solamente en
nuestro idioma, llegaba a la conclusión científica de que a medida
que envejece la gente se vuelve italiana.
Pero
en tono de pregunta, y sin apresurarnos en la respuesta, cabe
interrogarnos por qué los y las estudiantes y los y las docentes no
participan en los paros, en las marchas y en las movilizaciones
sociales en el ritmo que lo hacen en otras disciplinas
universitarias. Benente se anima a preguntar por qué quienes
estudian y enseñan derecho son más conservadores que sus pares de
otras facultades de ciencias sociales. ¿No será porque su
experiencia formativa y formadora incluye una cosmovisión
conservadora, en la que influyen las prácticas discursivas de su
pedagogía específica?
La
educación legal es una preparación para la jerarquía y la
obediencia, afirmaba Duncan Kennedy en 1982, refiriéndose a las
escuelas de derecho de EEUU. Su núcleo, como nos surge de la
relectura del ensayo de Benente, es la distinción entre derecho y
política, sin presencia de ideales o elementos conceptuales
políticos.
En
lo que concierne a mi experiencia, en muchas ocasiones he planteado
situaciones dilemáticas a los estudiantes, especialmente en primeras
clases de cursos de la cátedra, tales como el análisis de las
cuestiones que plantean los piquetes y otras formas de reclamo social
colectivo, o las tomas de tierras o viviendas vacías, o –incluso-
el perjuicio al interés de terceros en las huelgas y otras medidas
de acción directa amparadas constitucionalmente. Y la generalidad
(casi universalidad) de las respuestas se afincaban en el aspecto
jurídico formal de la colisión de ‘derechos’; ello, sin mentar
los aspectos económicos, sociales y políticos que determinaban la
hipótesis planteada.
Benente,
en el trabajo citado, intenta explicar esta fenomenología “por
el tipo de relato jurídico en el cual los estudiantes se socializan,
un relato que no hace visible el entramado económico, político y
social que rodea tanto la producción legislativa como la aplicación
judicial de las normas”.
O, en otras palabras, y citando a otro autor, un discurso en el que
el texto jurídico no es considerado dependiente de los contextos y
procesos organizacionales de los cuales emana, es reglamentado y a
través de los cuales es aplicado.
En
este punto, la conclusión de ese investigador posdoctoral del
Conicet que desarrolla su actividad en el instituto Gioja de la
Facultad de Derecho UBA, es la de que ese discurso atraviesa a gran
parte del relato jurídico como si fuera independiente,
incontaminado, autónomo, de todos los posicionamientos ideológicos
y políticos. Lo que, a no dudarlo, es una de las peores formas de
introducir ideologías y políticas en la formación de los futuros
cuadros profesionales. El muro es una ‘voluntad del legislador’,
p.,ej., como lo son técnicas didácticas basadas en el método de
casos, omitiendo su historicidad.
Tras
una glosa sin desperdicio del contrabando ideológico desde un libro
de Julián de Diego, según quien el derecho del trabajo ‘aparece’
como lo hacen las especies en la naturaleza, resulta trasparente la
transferencia al receptor de que las leyes nacen , se sancionan, se
conocen, aparecen ,se dictan, luego se acatan y se cumplen. Tal vez
no sea tan categórica la afirmación en ese capítulo de la
enseñanza que es el derecho del trabajo y de la seguridad social,
pero al fin y al cabo las materias que el alumnado cursa de esas
disciplinas se configuran casi como ínsulas muy separadas del
continente de la formación genérica del abogado. Y al fin y al
cabo, en muchas facultades de derecho, la enseñanza de esas materias
se hace desde las tesis de un derecho empresarial o desde la
prelación del orden público económico por sobre el laboral.
El
que esa falsa desideologización y despolitización trasciende a las
carreras de grado la vemos, casi constantemente, en los contenidos de
las sentencias judiciales; y cuando ello no sucede, cuando el
abogado-juez se ubica en el marco social, económico, político y
humano de los hechos que juzga y en la responsabilidad de sus
autores, no resulta ser acreedor de reconocimientos sino de reproches
y ataques.
Es
así, porque lo que enseñamos y aprendemos es una neutralidad
amorfa, que se pretende no distinguir de la imparcialidad, en el caso
de la judicatura, o de la pura defensa incondicional de la puesta del
abogado al servicio de los intereses que defiende o sobre los que
asesora profesionalmente. En el primer caso, se traslada a la
despolitización académica de los comentarios a fallos judiciales,
donde el relato, de una juridicidad predominantemente abstracta,
prescinde de toda contextualización. Y en las aulas universitarias
(aquí vuelvo a citar una frase sacudidora de Benente) “el
relato que se construye alrededor de la producción y aplicación de
normas, y que se enseña en las aulas, excluye todo tipo de
contextualización política, económica y social. Es
un derecho sin sangre ni lágrimas (…) En las alusiones al derecho
nos topamos con una política de la despolitización.”
(el
enfatizado me pertenece, ME).
Por
supuesto que la responsabilidad individual y plurindividual recae,
sustancialmente, sobre quienes tienen la tarea de enseñar derecho, y
sobre quienes orientan y dirigen sus rutinas, así no excluya el
conformismo o la pasividad de quienes tienen la posición receptiva,
que –forzoso es decirlo- también se inclinan por las cátedras y
cursos que ‘vienen bien’ en un claro sentido consentidor y pasivo
de la pura reproducción mecánica de una forma de transitar la
carrera.
Me
detengo en una conclusión polémica del ensayo de Benente. Porque él
dice que “el
escenario para repensar la formación de los y las estudiantes de
derecho, para apostar por una formación menos conservadora y más
comprometida con las penurias y angustias que acontecen fuera de los
muros de la Universidad, no es sencillo. No solamente porque los
relatos predominantes son conservadores, sino también porque las
prácticas pedagógicas a las que estamos acostumbrados y
acostumbradas son eminentemente embrutecedoras.”
Seguirán
habiendo heroicas clases abiertas como sucedáneos de huelgas de
personal docente y no docente, seguirán desarrollándose ensayos y
esfuerzos de elaboración de un derecho crítico. Ojalá prosperen y
contribuyan a reconducir a las facultades de derecho a una apertura a
la sociedad y sus dilemas: ojalá sucedan muchas cosas opuestas a las
que suceden, o sucedan las que siguen sin suceder. Pero como
radiografía de una realidad que yo vengo viviendo desde que ingresé
como estudiante hace más de seis décadas, la descripción es
sumamente correcta, y permanente.
Como
la intención de esta acusación o denuncia no pretende ingresar al
espacio de la erudición sino de un conjunto de reflexiones
personales y producto de mi propia y extensa experiencia en la
docencia universitaria de derecho, no me detengo a glosar, facultad
por facultad, en cuántas cuya currícula he observado no existe una
materia orgánica y específica sobre el derecho internacional y
nacional de los derechos humanos; o ,si la hay, si se dicta solo en
determinada área de especialización profesional, tanto en los
cursos de grado como en los de posgrado: pero son muchas, y por
cierto son demasiadas.
Creo
que es al mismo tiempo un símbolo y una clave, porque subalterniza y
explica la omisión de todo aquello que debe direccionar a la
enseñanza de un derecho permeable a la evolución de las demandas,
de las luchas sociales, de las necesidades y del desarrollo humano.
Por
supuesto que se enseñan derechos humanos de su primera generación,
aunque progresivamente menos como lo que fueron, esencialmente
derechos del pueblo limitantes del poder estatal, que como derechos
naturales fundantes del modo de producción y distribución del
capitalismo. Se enseñan también, y limitados a las cátedras de la
especialidad, los llamados derechos de segunda generación, los
propios de un constitucionalismo social ‘aparecido’ con la
Constitución Mejicana de 1917, omitiendo que aquel fue el resultado
de un proceso revolucionario. Y aparecen, casi como nuevos
compartimientos, algunos de los de esa tercera categoría a la que
ingresan los derechos de tutela del medio ambiente y los del
consumidor.
Ese
modo disperso y sectorial, casi diseccionado, de la enseñanza de
derechos humanos, allí donde no hay una enseñanza unitaria y
esencial de la materia, es lo que no permite comprender que muchas de
esas y de las restantes categorías de derechos individuales,
pluri/individuales y colectivos, no son en rigor sino capítulos de
ese Derecho Internacional y Nacional de los Derechos Humanos. Y va
acompañado por un relativo desconocimiento o desinformación de la
vinculación con los derechos humanos de muchos de los Tratados y
Convenios Internacionales de valor jurídico imperativo, cuya falta
de dominio es un déficit notorio en los caudales relativos de la
formación universitaria, por mayor énfasis que sobre ellos ponga la
propia Constitución Nacional.
Este
nubarrón , esta cerrazón conceptual, no afecta solo a facultades de
derecho de mi país, sino que es constante, y en algunos casos
abrumadora, en otros países de Latinoamérica, que es el espacio que
me dediqué a observar en mi acopio de datos. No he encontrado muchas
diferencias demarcatorias de criterios ideológicos entre
universidades públicas y privadas, aunque debo destacar que es en
las de origen confesional donde menos se aplican a la enseñanza de
los derechos humanos, que uno supone debieran ser un soporte de su
propia concepción dogmática.
Para
que la denuncia sea propositiva al menos en este punto vuelvo sobre
las reflexiones que me mereció la necesidad de revisión de este
símbolo y clave del reaccionarismo preponderante en la enseñanza
del derecho. Que elaboré hace muy pocos meses, que propuse para el
debate en un espacio de docencia crítica, y del que no he obtenido
hasta que lo reintroduzco en este mensaje, ni críticas ni
devoluciones.
LOS DERECHOS HUMANOS
COMO UMBRAL DE LA CARRERA DE ABOGACÍA
Hacia finales de los
‘50’, las autoridades de la Facultad de Derecho de la UBA
lanzaron una consulta que abarcaba al estudiantado acerca de las
modificaciones o innovaciones al plan de estudios de abogacía. Un
compañero de estudiantinas presentó una idea, o proyecto, que
consistía en el dictado de una única materia, que él denominaba
‘bibliografía jurídica’; pues sostenía, en los fundamentos de
esa irónica iniciativa (que por cierto no fue recibida con muestras
de humor por el decanato), que lo único que debían saber los
abogados era dónde buscar las respuestas preestablecidas para cada
uno de los conflictos que debieran abordar en su oficio. Detrás de
esa curiosa propuesta había, para nosotros, una crítica aguda a la
manía kelseniana imperante en la facultad, y no solamente en sus
cátedras de filosofía del derecho.
Bien pudiera ser que
alguien recogiera hoy ese guante, y propusiera algo similar respecto
de internet, google y las fuentes a/críticas contemporáneas de
acceso simplificado a cualquier información con aptitud de copiar y
pegar. Pero no tengo intención alguna de sugerirlo, ni siquiera en
broma. Bastante me sacudió la comprobación de que buena parte del
alumnado de una materia que cursaban en los últimos tramos de su
carrera de grado no sabían manejarse en la búsqueda de un índice
analítico de un tratado, pues su método de aproximación a la
información estaba configurado por la búsqueda por palabras o
grupos de palabras en Google.
En una relectura de un
extenso y recomendable libro de César ARESE (2014), titulado “LOS
DERECHOS HUMANOS LABORALES”, y en una perspectiva de un seductor
optimismo conceptual que apenas un año más tarde comenzaría a
derrumbarse, el autor se refería a la permeabilidad del derecho
internacional de los derechos humanos, y en razón de ella postulaba
que el programa de estudios del derecho del trabajo no comenzara por
los principios exclusivos y propios de esa disciplina sino por el
conjunto normativo de los Derechos Humanos.
¿Por qué ese innovador
punto de partida gnoseológico? A juicio de ARESE porque es lo que
permitiría pasar a la ponderación de una persona que trabaja, pero
que, centralmente, posee dignidad, sentimientos, individualidad,
intimidad, vida privada, pensamiento, ideología, religión, vida
familiar, orientación política, necesidad de información y
expresión, nacionalidad, idioma, cultura, sexo y orientación e
identidad sexual elegida, vida comunitaria y gregaria, intereses
colectivos y gremiales. Sería algo así como introducir al
conocimiento de un sistema normativo desde el descubrimiento de que
los trabajadores y las trabajadoras son PERSONAS.
Recurrí a esa propuesta
de ARESE cuando ,allá por octubre de 2018, no pude disociar estas
ideas de la noticia que apareció en algún medio de información
(nadie vaya a creer que en muchos) dando cuenta de que los ‘vecinos’
de los barrios privados para privilegiados de Nordelta se oponen o
cuestionan e impiden que el personal de servicio de sus casas se
movilice en los mismos buses o combis en los que se trasladan sus
empleadores. Y como me interrogué acerca de si ese ‘appartheid’
concierne solamente a las relaciones sociales malformadas de trabajo,
es que decido apuntar un poco más alto en la cuestión formativa de
Derechos Humanos, al menos en lo que concierne a ese mismo ámbito de
la preparación para un ejercicio razonable de la abogacía en sus
diversas funciones sociales.
Desde que he comenzado
esta acusación a la enseñanza del derecho en general y no a la de
una de sus ramas, me refiero en esta porción propositiva a la
continuidad y desarrollo necesario de la idea de que los derechos
humanos son límites al poder: al poder político, al poder
económico, al financiero, al de la dominación cultural, al de los
apropiadores del saber, al racismo, a la xenofobia, al
patriarcalismo; y a ese entrelazamiento de todo ello con las
mafias, que advirtiera hace casi medio siglo Norberto BOBBIO en EL
FUTURO DE LA DEMOCRACIA, y luego Luigi FERRAJOLI en DERECHO Y RAZÓN.
La idea de que el Estado
siga siendo la única amenaza para los derechos de las personas suena
absurda, pero hasta no hace mucho tiempo aún prevalecía entre los
especialistas en derechos humanos. Y es absurda, porque se trata de
derechos que, según la propia definición de la Oficina del Alto
Comisionado de Naciones Unidas (ACNUDH), son universales,
inalienables, interrelacionados, interdependientes e indivisibles,
iguales y no discriminatorios, destinados a regir en todas las
esferas de actividad: la estatal, la privada y la individual.
Es cierto que hay alguna
perspectiva de desarrollo de estas nociones fundamentales que se
advierten en el derecho del trabajo y de la seguridad social, de
hecho pensados y actuados para limitar a los poderes privados junto
con los estatales, o en el mismo nivel de compromiso y
responsabilidad por su violación. Y acontece lo mismo con el derecho
ambiental y el de defensa del consumidor: ni hablemos de la
indisolubilidad de su articulación con el derecho supra
constitucional y constitucional.
La ciudadanía laboral y
social, eso que SUPIOT describe como ‘homo jurídicus’, es
aquello que FERRAJOLI, en sus “DERECHOS Y GARANTÍAS”, pero
también ARESE en la obra ya citada caracterizan como un DERECHO
SOBRE EL DERECHO, con sus necesarios vínculos y límites a la
producción jurídica. Pero también es, esencialmente, EL DERECHO AL
DERECHO, al que se refiriera en un excelente trabajo Héctor BOLESO,
de quien lo he tomado para intentar estimular la configuración de
una nueva disciplina, EL DERECHO DE INCLUSIÓN SOCIAL; habida cuenta
de que las y los excluidos son extrañados o expatriados del derecho,
salvo como sujetos de su rama penal, y no precisamente en su
condición de víctimas. Porque que el clásico ejército de reserva
de la burguesía ha devenido, por múltiples razones potenciadas por
las experiencias neoliberales, en un gigantesco ejército de
excedentes o de sobrantes.
Por eso me parece
oportuno ir más allá del espacio propuesto por Arese, y ser más
abarcativo en orden a la importancia extrema de comenzar por las
nociones más amplias de esos derechos humanos.
Lo que quiero proponer,
entonces, es que en un plan más racional de estudios de la carrera
de abogacía, la materia liminal, el umbral de la misma, sea
precisamente la que corresponde a ese derecho al derecho: EL DERECHO
INTERNACIONAL Y NACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS.
Nada de cuanto después
se enseñe y se aprenda ha de permanecer desprendido del dominio
previo de las herramientas conceptuales que solamente puede
proporcionar esa materia, y en cursos anuales, pues le quedaría
estrecho el ámbito de un cuatrimestre.
Ignoro si estoy
arrojando la primera piedra, pero en todo caso me considero no libre
de culpas en el largo ejercicio cumplido en la docencia
universitaria. La intención no supera la de habilitar un canal de
debate, si se considera adecuado y oportuno el ensayarlo.
No se me ocultan las
dificultades, ni ignoro que las categorías de derechos humanos
también son históricas, también dependen de estados de conciencia
y de relaciones de poder: pero han adquirido un volumen conceptual
enorme y casi universalmente legitimado, al menos en el plano del
discurso social. Son algo más que los derechos fundamentales: son
los fundamentos contemporáneos del derecho, que no puede seguir
siendo pensado solamente como una expresión de la dominación social
sin reflejar las luchas que se concretan permanentemente en la
estructura de esa sociedad.
*El
autor es profesor consulto de la Facultad de Derecho de la
Universidad de Buenos Aires, fue su profesor regular por concurso
desde 1987, ejerció la conducción de cátedra en su Departamento de
Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, y discontinuó su
actividad docente en esa casa de estudios treinta años más tarde,
mediado el 2017.