Del ejército de
reserva al universo de la exclusión social, por Mario Elffman
Abstract:
Esta nota fue elaborada como un anexo a una ponencia sobre el
significado y alcances de los derechos laborales como categorías de
los derechos humanos fundamentales para el 40º CONAT y XV ELAT,
congresos de la Asociación Brasileña de Abogados del Trabajo
(ABRAT) y de la Asociación Latinoamericana de Abogados Laboralistas
(ALAL), realizado en Santos, Brasil, del 10 al 12 de octubre de 2012.
Trata de un aspecto
de los desarrollos del autor (en grado de tentativa) de justificar la
necesidad de abordaje sistemático de una nueva rama de ese derecho
internacional de los derechos humanos, individualizable como derecho
de inclusión social.
El objeto específico
de esta nota es el de examinar las diferencias entre el clásico
ejército de reserva de la burguesía y la materialidad de un aún
mucho más amplio ejército universal de exclusión social y
jurídica, cuyas características son multicausales, pero tienen por
telón de fondo las relativamente novedosas adecuaciones de métodos
de apropiación de plusvalor en las actuales etapas del modo de
producción y distribución capitalista.
En ellos, el
desempleo estructural luce como un componente necesario e inevitable,
y las víctimas sociales pasan a ser los que no pueden integrarse,
los sobrantes, los descartados, o –en terminología de la propia
OIT- los desechables: esto es, no ya los que están abajo ,en la
periferia o sin poder, sino los que están necesariamente fuera de la
sociedad y de los derechos que conciernen a sus componentes. E
incluso, en oposición o conflicto con éstos.
El autor analiza que
el máximo exponente del ensayo para la muerte social se introduce en
los países dependientes, los sujetos pasivos del neocolonialismo,
campos de experimentación de modelos extremos de un neoliberalismo
de tierras y gentes arrasadas y democracias fallidas.
DEL EJÉRCITO DE
RESERVA AL UNIVERSO DE LA EXCLUSIÓN SOCIAL
La
más clásica y más perdurable de las explicaciones sobre el
denominado ‘ejército de reserva’ y su función en la sociedad
capitalista la ha dado Carlos Marx en ‘El Capital’, Libro I
Cap.XXV: “durante
los períodos de estancamiento y actividad reducida, el ejército
industrial gravita sobre el activo. Así se frenan sus pretensiones
durante el período próspero. La superpoblación relativa eje de la
ley de la oferta y la demanda en el trabajo, solo permite unos
estrechos límites de acción a la actividad dominadora del capital.”
Esos
estrechos límites estaban marcados, según los panegiristas del
capitalismo, por la necesidad de eliminar todo aquello que pudiera
obstaculizar el ‘equilibrio’ entre esa oferta y demanda en el que
se comenzó a denominar ‘mercado
de trabajo’,
porque se consideraba que no era fundamentalmente diverso de
cualquier otro intercambio de mercancías. Y ese equilibrio se
alteraba, independientemente de algunas posibles fluctuaciones
coyunturales, por ejemplo, si un sindicato procuraba obtener un
salario superior al de referencia, con lo que se ‘provocaba’
un desempleo derivado de fluctuaciones económicas que alteraban
negativamente la tasa de ganancias.
Fue John M. Keynes el
primero en ocuparse de atacar el desempleo involuntario, allá por
1929, sosteniendo que no puede concebirse como una ley natural la que
impidiera a los hombres tener un empleo, o que emplearlos fuera
imprudente, y que fuera sensato mantener en el paro forzoso a una
décima parte de la fuerza de trabajo por un plazo indeterminado; y
la desarrolló Beveradge, con su tesis optimista de posguerra, en
1944, acerca del objetivo realizable de un pleno empleo en una
sociedad libre.
Es más aún: la célebre
‘Curva de Phillips’, parecía indicar que habría una relación
inversa entre el crecimiento de los salarios y el nivel de
desempleo; lo que era otra manera de decir que la tasa de desempleo
es la determinante de los salarios; tesis con la que se apropian de
toda explicación de esa curva Samuelson y Solow, pero para
invertirla: para entonces (circa 1960) se retorna a la idea de Marx
de que hay una relación estrecha, determinante, entre la tasa de
desempleo y los salarios de los trabajadores empleados, así se la
niegue. Una vez más, el ejército de reserva de la burguesía, como
fuerza a disposición de la empresa capitalista para condicionar el
ejercicio de reclamos y conflictos entre el capital y el trabajo.
Pero
la forma de disimular la nitidez de ese panorama pasó a
representarse por una ecuación en la que en lugar de hablar del
incremento del salario real, se reemplazó a éste por el concepto
de ‘inflación’,
como si la inflación fuera generada por la presión salarial sobre
la inamovilidad e inmunidad de la tasa de ganancia. La nueva curva
de Phillips parecía sugerir, para entonces, que las curvas de
desempleo y las de esa inflación generada por la necesaria
readecuación de la plusvalía eran las que evolucionaban en sentido
contrario.
Cuando se habla de la
crisis de 1973/74, se la conecta casi anecdóticamente con uno de
sus fenómenos, el energético o el petrolero específicamente, con
una recesión globalizada, una estanflación en la que aumentan
simultáneamente la inflación, la recesión y el desempleo, y una
tendencia a la reducción de la cuota de ganancia.
Como por entonces
todavía no se había producido ningún fenómeno que se pudiera
caracterizar como cuarta revolución industrial, ni en el plano de
las relaciones sociales de trabajo se habían reemplazado la
‘organización científica del trabajo’ taylorista y fordista por
modelos sustitutivos como el toyotismo o el ‘kan-ban’, allí se
genera el caldo de cultivo de las concepciones neoliberales, como
ideología no solamente dominante sino con pretensión de verdad
única. Para ella, el pleno empleo no es posible, pero mucho menos
es deseable, porque por debajo de una tasa elevada de un desempleo
involuntario y estructural forzoso, lo que se produce es un aumento
de la inflación, cuyos efectos recesivos realimentan al desempleo.
Pero se presenta como una receta virtuosa o necesaria para contener
esa misma inflación: menos consumidores, menor mercado interno,
menor demanda de productos, menor actividad económica, mayor
recesión como vías de acceso únicas a una contención
inflacionaria. Y, como mecanismo único e indiscutible para el nuevo
equilibrio buscado, la política monetarista como núcleo de la
regulación económica.
La vuelta de tuerca que
acaba de consumir lo que pudiera considerarse un resto de
racionalismo neoliberal es, precisamente, que se considere que no es
la inflación lo que permite regular el paro, sino que son el
desempleo y la exclusión del consumidor los que conformarían la
receta para contener la inflación. Como, además, esa inflación
(eufemismo por salarios, repito) se presenta como un punto de
intersección entre ésta y la intocable cuota de ganancias de las
empresas, lo que se oculta bajo alfombras monetaristas es que los
salarios son determinados en última instancia por la voluntad de las
empresas de sostener e incrementar su plusvalía.
En esa deriva del
neoliberalismo a lo que yo denomino paleoliberalismo, (versión
paleolítica del neoliberalismo) si se produjera una reducción del
nivel de desempleo, el resultado de la incorporación al mercado como
consumidores de más individuos y familias tendría como
contrapartida indeseable algún cambio en la relación de fuerzas
entre las empresas más concentradas y los asalariados: la tasa ideal
de desempleo, para los paleoliberales, es aquella que no pone en
riesgo la tasa de beneficio. Como dice el politólogo y economista
francés Michel Husson, director del grupo ‘Empleo’ en el
Institut de Recherches Économiques et Social en una nota que
reprodujo en su edición del 31/7/2018 el órgano español Viento
Sur, el desempleo y la consiguiente exclusión ya han dejado de
aparecer como un fenómeno social sino que lucen como uno de los
mecanismos de la gran mecánica económica unidireccional . Tal vez
nunca se haya alcanzado un nivel semejante de deshumanización y
degradación del tan poco humano capitalismo, en el que el único
ámbito en el que se quiere operar es con la política monetaria: lo
que no quiere significar que no puedan derivar en estragos aún
mayores derivados de la ultraderechización de los procesos políticos
que son, en buena medida, su consecuencia.
Para los gurúes del
sistema, se puede tolerar un cierto incremento del trabajo a tiempo
parcial, el precarizado y el ocultado bajo diversas formas de
cuentapropismo con el resultado aparente de alguna mejora relativa en
el cálculo del desempleo, y así ocurre en diversos países
(Argentina y Brasil, una vez más, ejemplos del modelo para los
países subdesarrollados y dependientes), pero porque son variantes
que permiten reducir el volumen de los salarios, y mantener el nivel
de plusvalía en condiciones de recesión y de limitaciones de los
mercados, particularmente de los internos.
Se emplean fórmulas de
ocultamiento, especialmente en el plano estadístico, tales como
considerar que no se computan como desocupados en las estadísticas
ni quienes declaran no haber buscado empleo en la última o dos
últimas semanas, ni los que declaran trabajar esporádica o con
escasísima ocupación semanal, ni quienes se manifiestan como
cuentapropistas o autónomos así sean plena o semiplenamente
dependientes económicamente.
Para el autor que acabo
de citar, en resumen, resulta que:
- El desempleo sería la vía de ajuste de una inflación de la que solo se considera el componente salarial.
- La demanda global varía en sentido inverso a la tasa de interés real, por lo que
- Cuando la inflación-salario sobrepasa el objetivo fijado, el Banco Central aumenta el tipo de interés y reduce o frena la demanda: esto es, reduce o frena el empleo.
Me permitiría añadir,
desde el punto de vista de la legitimación discursiva de esa
ecuación, que aquello que se invoca, y en lo que muchos expertos en
economía del trabajo suelen caer o admitir sin pruebas concretas a
mano, es que existe una cuarta revolución
científico-técnica-robótica-informática, que determina
inevitablemente la exclusión social por vía del desempleo. Y, por
añadidura, que ese sector apartado de los beneficios de la
pertenencia a la sociedad y a sus reglas jurídicas, ya no tiene lazo
alguno con el ejército de reserva al que aludía Marx, porque la
transformación del proceso del conocimiento es tan veloz y
constante, que ninguno de los trabajadores en paro o desempleados por
un tiempo que otrora se consideraba razonable para mantener sus
niveles de capacitación, adaptabilidad y funcionalidad, puede estar
hoy en condiciones de reemplazar o sustituir a quienes las poseen y
las renuevan mediante el consumo cotidiano de su fuerza de trabajo,
sostenido su valor de uso (no así su valor de cambio) mediante el
constante aprendizaje y capacitación funcional.
Se comprueba el
fenómeno, ese ejército es residual, para tareas de nula
especialización o capacitación, algunos trabajos de baja
calificación y precarios; y que aquellos que por tal vía acceden a
disponer de alguna porción de lo que resta de inserción en la
sociedad salarial, aparecen compitiendo por su supervivencia con
quienes debieran ser sus compañeros de clase, e incluso con los
sindicatos que debieran sostener, defender y reivindicar sus derechos
a la inclusión plena.
Veamos,
desde una visión resistente al paleoliberalismo, cómo es descripta
esta fenomenología contemporánea en las visiones sobre futuro del
trabajo desde la perspectiva del Vaticano, y singularmente desde la
actualización de la doctrina social de la Iglesia Católica en el
Papado actual (fuente: Giambroni,Martín y Orsetti, Álvaro,
www.relats.org,
agosto 2018, autores de los que me permito copiar algunos párrafos
de su interesante trabajo de recopilación doctrinal):
“En
el ámbito del trabajo se encuentran tensiones y contrastes. Se
observa una negación sistemática del derecho a un trabajo digno,
una justa retribución y por tanto a una distribución más
equitativa de los bienes producidos por el trabajo (…) Asistimos a
una división profunda entre trabajadores por sus ingresos, la
masiva pérdida de puestos de trabajo y una creciente pauperización
de aquellos que aún lo tienen (…) Los puestos de trabajo se
reducen por el avance tecnológico y son reemplazados por máquinas,
para reducir costos (…) Los menores empleos tienen también un
impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste
del ‘capital social’, es decir, del conjunto de relaciones de
confianza, fiabilidad, y respeto de las normas, que son
indispensables en toda convivencia civil (…) Avanza la precariedad
laboral, generando trabajadores pobres y sin derechos, para quienes
el trabajo ya no es garantía de integración social. El trabajo es
negado como fuente de generación de valor social (…) El desempleo
juvenil, la informalidad y la falta de derechos laborales no son
inevitables, son resultado de una previa opción social, de un
sistema económico que pone los beneficios económicos por encima del
hombre (…) La amenaza de deslocalización de empresas y la
´flexibilización’ del trabajo produce un disciplinamiento de la
clase trabajadora que es empujada al desempleo o al empleo precario
para subsistir(…) De la Democracia de Bienestar estamos pasando a
la Democracia de la Supervivencia (…) La mercantilización del
trabajo lleva a la deshumanización sustitutiva en forma de
automatización y robotización, a las posturas del ‘fin del
trabajo’ y al determinismo tecnológico y ‘el nuevo paradigma
neoliberal: ‘ ”
La mención del
determinismo tecnológico, en esta visión contemporánea de la
doctrina social de la iglesia católica, no es gratuita: se superpone
parcialmente con otras versiones, que se limitan a dar cuenta de ella
o a explicarla mediante una relación causal inevitable con la
irrupción de la robótica y de la nanotecnología. Se trata, en
todos los casos, de una ideología en el sentido de falsa
representación de la realidad o de falsa conciencia. Eso, en tanto
omite todo tipo de análisis acerca de la incorporación de un vasto
espectro de nuevas tareas humanas para nuevas necesidades generadas
por los mismos cambios; tanto como las respuestas más lógicas
dentro del propio esquema de las relaciones sociales de trabajo
derivadas de la reducción del tiempo de trabajo necesario; y, por
ende, la limitación de las jornadas diarias, semanales y mensuales
de trabajo del universo en estado de subordinación económica, de
modo de compartir o repartir las horas de actividad con otros
trabajadores.
Lo paradojal, y extremo,
es que lejos de reconocer esa reducción del tiempo de trabajo
necesario, los cada vez menos trabajadores en activo se desempeñan
en cada vez mayores jornadas excedentes, y aún así para obtener
salarios insuficientes para satisfacer sus necesidades vitales, con
compromisos mayores para su indemnidad psicofísica, con reducción
de sus tiempos de libertad, de disponibilidad, de descanso. Y esta
nueva malformación del sistema se demuestra, incluso, en aquellas
contrataciones que se documentan como si se tratara de desempeños a
tiempo parcial, encubriendo jornadas completas y hasta excedentes de
las permitidas legalmente.
Las utopías
retrospectivas, como las de aquellos tiempos de un no menos
ideológico ‘estado de bienestar’ colisionan con el iceberg del
paleoliberalismo. De una parte, porque no hay botes suficientes para
un salvataje neokeynesiano o al estilo de Beveradge; y de la otra,
porque el hundimiento de esa inmensa nave que pretendía ser ajena a
todo riesgo físico se precipita: y se precipita arrastrando a los
sistemas de la seguridad social, a las propias empresas que no tienen
pasajes de primera, y determinando que solamente se salven del
siniestro quienes se han podido ubicar y sostener en el privilegio
que les concede una distribución regresiva de los ingresos, una
multiplicación de la apropiación de plusvalor social, y conductas
de tierra arrasada respecto del patrimonio colectivo o nacional. En
su núcleo, se potencian las ganancias y la concentración de las
actividades bancarias y financieras, sostén y beneficiarias de las
políticas monetaristas, enlazadas indisolublemente con el control
oligopólico de otros sectores, como los agroexportadores o las
empresas mineras.
Giambroni
y Orsatti, en la obra citada en la que glosan la doctrina vaticana,
reconocen que al fenómeno de la explotación y la opresión se
adiciona una nueva dimensión ‘dura’ de la injusticia social:
“los
que no se pueden integrar, los excluidos, los ‘sobrantes’, los
‘descartados’”
(o dicho con terminología propia del informe anual OIT 2018, los
‘desechables’).
Contemplan
la exclusión como la afección en su misma raíz de la pertenencia a
la sociedad en la que se vive, “pues
ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que
se está fuera”
(añado: de la sociedad, de la integración en ella, y de los
derechos que conciernen a sus componentes).
No deja de parecerme una
incongruencia el que, una vez dicho todo eso, y descripta la cultura
del descarte, temeraria y amoral, generadora de sujetos sin horizonte
ni salida, se siga sosteniendo con énfasis, desde esa doctrina
eclesial, la centralidad social del trabajo: es decir al trabajo como
único medio de inserción, y como soporte de una sociedad salarial
estructurada sobre esas bases. No se trata solamente de que el 40% de
los jóvenes de menos de 25 años no tengan trabajo ni posibilidades
de acceder a él, sino que en las condiciones singulares de América
Latina hay enormes segmentos de población en los que permanecen
descartadas, ya, segundas y terceras generaciones de portadores de su
fuerza de trabajo que no conocen qué es un trabajo digno, remunerado
en condiciones de satisfacer sus necesidades vitales y las de su
familia, con condiciones de estabilidad o de aseguramiento para la
elaboración y concreción de un proyecto de vida, con goce de
derechos y seguridad social. Eso, si alguna vez hubiese podido
apreciar que la sociedad capitalista alcanzó a garantizar algunas de
esas condiciones esenciales para justificar la ideología de la
centralidad social del trabajo asalariado.
Allí donde el sudor de
la frente no es la garantía de ‘ganar el pan’, esa sociedad
salarial es tierra arrasada. El neoliberalismo, salvo en experimentos
extremos como los de la década de los ‘90’ en la Argentina,
probeta de ensayo universal que condujo a la crisis terminal en el
2001/2002, no había previsto los alcances que tiene su versión
actual en esa conducta destructiva y despatrimonializante. Erik
Hobsbawm diferenciaba esta extrema negación de lo social respecto
de lo alcanzado por su paralelo en los países centrales del sistema,
poniendo como ejemplo el de que ni Margaret Tatcher hubiera logrado
desmontar totalmente los sistemas de tutela social de la salud
pública o, incluso, de la educación: el gobierno de Menem en la
Argentina, o el que le siguió hasta la catástrofe, eran la avanzada
de ese proceso totalizador actual, regido directamente y sin
intermediarios por el capital muy altamente concentrado y
globalizado.
El verdadero extremo de
apariencia terminal de ese modelo neoliberal-monetarista no se
produce en los países centrales y en las economías dominantes del
sistema, que hasta adoptan medidas proteccionistas para sus propios
mercados internos, poco compatibles con el núcleo duro del
neoliberalismo: el verdadero ensayo para la muerte social se
introduce en los países dependientes, los eufemísticamente
denominados como en vías de desarrollo, y ya sea por vías de
degeneración de las líneas de defensa de la democracia o de la
república, conforme a las variantes de acumulación de poder
obtenidas por el paleoliberalismo en Brasil, con golpe de estado, o
en Argentina con elecciones convencionales.
Y si no se logran
cambios muy sustanciales en temas como los que conciernen más
directamente a la distribución del ingreso y a la recuperación del
mercado interno, mediante vuelcos en las políticas tributarias y de
regulación del sistema financiero, todo proceso de recuperación de
lo perdido o alienado será de una lentitud superior a la de los
efectos del Napalm en las tierras de Vietnam, y desalentará
expectativas de cambio de la sociedad sin que vayan precedidas y
acompañadas con una alteración profunda del modo de producción y
de distribución de la riqueza social.
La persistencia de los
efectos del hundimiento trascienden y trascenderán el ámbito
temporal en el que aparezcan sus ideas y sus recetas únicas e
intolerantes de toda discusión como expresión de las políticas
oficiales. Y, para muchos, pone en duda la viabilidad de reales
transformaciones o recuperaciones en plazos cortos y medianos según
modelos que puedan ser tomados como esperanza social desde el
neokeynesianismo a la social democracia ‘aggiornada’, o a la no
menos ‘aggiornada’ doctrina eclesial católica.
No obstante, algunos
ejemplos de los primeros años de este Siglo XXI en Latinoamérica y
sus agendas con más éxitos que frustraciones, incluyendo sus
propias dificultades, abrieron y hasta pueden seguir abriendo algunos
senderos francamente divergentes, así ellos no pusieran en el centro
de sus políticas remedios perdurables y sustentables frente a las
nuevas formas de dominación capitalista y colonial contemporáneas.
La frustración de una parte vital de esos procesos adaptativos que
se dan en caracterizar como populistas en varios de nuestros países,
y la labilidad de otros frente a las agresiones externas e internas,
impone un análisis de las perspectivas de deconstrucción y
construcción de esa red del tejido social de mallas tan cerradas
como que ni siquiera permitan el paso del aire por sus intersticios.
O, si se prefiere menos eufemismo, cuáles han de ser las vías que
se transiten para un cambio real en nuestras sociedades y en sus
relaciones de poder: o cómo habrá de operar la experiencia vital
en la determinación de la conciencia, como afirmaban Marx y Engels
en La Ideología Alemana.
Es en el ‘entretanto’
a la concreción de mayores esperanzas, en el que pido sean leídas
mis postulaciones y afirmaciones jurídicas relativas a un derecho de
inclusión social como una nueva rama del propio derecho
internacional de los derechos humanos, y mis modestas contribuciones
a poner en escena la necesidad de esa incorporación y desarrollos en
estudios, trabajos, ensayos y ponencias anteriores.
A quienes, desde la
legitimidad incuestionable posición ideología y de su actividad
para la transformación profunda de las relaciones de dominación,
cuestionan el desarrollo de un derecho de inclusión en los espacios
que permitan sus tensiones de fuerzas y su conflictividad, me he
permitido recordarles, en algún grato debate, la simetría con la
generación y evolución del derecho del trabajo; del de la seguridad
social; luego el de protección del consumidor y el ambiental; así
como los concernientes a la pluriculturalidad, a la igualdad de
género, a la no discriminación, y a la contribución, desde el
plano jurídico, de la superación del patriarcalismo. Y acontece que
nada, o casi nada de todos esos reflejos de conciencia social sobre
el derecho acaban concerniendo o abarcando a ese sujeto colectivo
despojado que es el excluido social y jurídico, cuantitativa (y
quizás cualitativamente) distinguible de ese sujeto genérico
abarcado por la categoría de la clase obrera o trabajadora.
Mientras
los sucedáneos o ‘ersatz’
de
la supervivencia física y de contención de rebeliones no posean su
‘status’
de derechos, y mientras no se egrese de la concepción cerrada de la
sociedad salarial para incorporar a las rentas básicas universales
con su correspondiente e indispensable categorización jurídica,
todo aquello que no encuadra en el sistema de la seguridad social
(que sigue siendo inseparable del trabajo presente o de un sistema de
previsión social que también lo tiene como dato indispensable),
seguirá representando una dádiva asistencialista, de aquellas que
se dan o se quitan, y que se pueden sustituir por la represión
violenta o la eliminación malthusiana.- Mientras permanezcan en ese
espacio de alienación, será acertada la observación de Gramsci de
que la configuración ideológica permanecerá más conectada con la
superestructura, y también con ella la propia conciencia de las
obligaciones de los sujetos. (Cuadernos de la Cárcel, to.II, ed.
ERA, pag.199).
Cito,
en apoyo de mi postura, a Eugenio Raúl Zaffaroni, en una nota
periodística en Página 12 de la época de su renuncia a la Corte
Suprema de Justicia de la Argentina (octubre de 2014), que me ha sido
recordada por el colega argentino Sebastián Serrano Alou: “(…)
Los
derechos humanos plasmados en tratados, convenciones y constituciones
son un programa, un deber ser que debe llegar a ser, pero que no es
o, al menos, no es del todo. Por tal razón, no faltan quienes
minimicen su importancia, incurriendo en el error de desconocer su
naturaleza. Estos instrumentos normativos no hacen –ni pueden
hacer– más que señalar el objetivo que debe alcanzarse en el
plano del ser. Su función es claramente heurística. Quien los
desprecia cae en una trampa ideológica: la repetida frase de Marx
acerca del derecho, cuando se la toma como una inevitable realidad,
sólo deja a los excluidos el camino de la violencia, donde siempre
pierden, aunque triunfen. Lo que es verdad es que el actual poder
financiero –como todo el hegemónico en todos los tiempos– quiere
reducir el derecho a una herramienta de dominación a su servicio.
Sin embargo, estos instrumentos son un obstáculo, porque de ellos
pueden valerse –y de hecho se valen– los pueblos y los propios
disidentes de las clases incluidas para hacer del derecho un
instrumento de los excluidos. La lucha en el campo jurídico actual
se entabla entre el poder hegemónico, que quiere hacer realidad la
frase de Marx e impedir cualquier redistribución de la renta, y
quienes pretendemos usar al derecho como herramienta de
redistribución de renta (…)”
La
lucha por el derecho, esa idea tan polisémica de Von Ihering,
demanda la aprehensión y comprensión de que el derecho no es un
puro reflejo superestructural, sino que también puede llegar a
interactuar y a operar, como un producto de las luchas, los
conflictos y sus maduraciones en la base social. Eso es parte de lo
que Federico Engels, en Anti Dühring, allá por 1878, reconocía
como una relativa ausencia en la elaboración de Marx, y la suya
propia: cierta ‘prudencia’ al tratar temas jurídicos, en
particular en lo relativo a una teoría del derecho separada de la
teoría del estado, deliberados descuidos,
aunque sus
estudios sobre el Estado, la economía y la Ideología suministren
herramientas suficientes para su desarrollo ulterior desde el
materialismo histórico.
Como
decía un jusfilósofo argentino a quien siempre me es grato
recordar, Abel García Barceló, en las relaciones jurídicas cabe
observar una suerte de articulación o bisagra entre la
superestructura jurídico-política y su base social. No se trata de
endiosar ni enfatizar al derecho como motor de ninguna transformación
política, económica ni social, pero sí de actuar con las
herramientas que le son propias en ese proceso de cambios
indispensables: pues no otra cosa hacemos cotidianamente los juristas
para operar en la defensa y desarrollo conceptual de todas las
categorías comprendidas -y por comprenderse- en el Derecho
Internacional de los Derechos Humanos, y en sus traducciones
nacionales.
Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, septiembre de 2018.-