EL
DERECHO DEL TRABAJO EN SU LABERINTO PANDÉMICO, por Mario Elffman

Versión
de la exposición de Mario Elffman en el FORO LATINOAMERICANO
“PERSPECTIVAS JURÍDICAS Y SINDICALES PARA EL MUNDO DEL TRABAJO: A
PROPÓSITO DE LA PANDEMIA” mediante conferencia virtual del día 1º
de mayo de 2020, organizada por la ASOCIACIÓN LATINOAMERICANA DE
ABOGADOS Y ABOGADAS LABORALISTAS (ALAL).

Creo
que es adecuado a las circunstancias plantearnos este macro-tema en
la fecha de recordación mundial del martirologio de Chicago y de
homenaje a trabajadoras y trabajadores. A ellos va dedicada esta
exposición, tan desprovista de precisiones, de invocación de
fuentes y, fundamentalmente, de pronósticos certeros, pues no otra
cosa permiten las circunstancias, su excepcionalidad y nuestras
propias limitaciones derivadas del aislamiento en cuarentena.
Mi
punto de partida es el descripto por los representantes de las
organizaciones nucleadas en la ALAL en el primer foro virtual
realizado con notable buen éxito el 24 de abril pasado, y que me
parece de visión casi necesaria. Allí se analizaron agudamente las
cuestiones que enmarcan el estado de las relaciones sociales de
trabajo en los diversos países.
Solo
me detendré en un aspecto genérico. Algunos de los estados de
nuestro continente ha optado por enfrentar los riesgos de la pandemia
del COVID-19 con una política sanitarista y, al menos en su
exposición y reclamo, solidarista. En el otro extremo, hay gobiernos
que asumen demencialmente la pérdida de millones de vidas como
precio de una hipotética actividad económica sin restricciones.
Para
el solidarismo de fuente estatal, es evidente que se carece en
nuestro medio de recursos para dedicarle una porción suficiente y
eficiente del PBI, como pueden hacerlo países centrales del sistema
capitalista, comenzando por los EEUU, que no tienen límite alguno
para su capacidad de endeudamiento y de fabricación de dólares para
dedicarlos a ese fin. Que, en el fondo, es lo que diferencia
sustancialmente la situación del conjunto de los países
latinoamericanos y caribeños de la hipótesis de salidas
intrasistémicas como el New Deal, el neokeynesianismo. Del Plan
Marshall, por cierto, nos separan otras barreras políticas y
geopolíticas.
Para
realizar una priorización de una política sanitarista, cuya táctica
con intachable sustento científico es la del ‘achatamiento’ de
la curva de contagios y de privilegio de la defensa de la vida sobre
el economicismo neoliberal y su criminalidad, es preciso acotar a
límites extremos todos los componentes de las relaciones económicas,
con una incidencia enorme y negativa en la producción, la
comercialización, el transporte, los servicios: pero, esencialmente,
en las relaciones sociales de trabajo, con eje en el empleo, tanto
público como privado.
A
las taras de un sistema capitalista en sus formas históricas quizás
más degradadas, las del imperio del capital financiero internacional
y globalizado en alianza o vínculo estrecho con las mafias y sus
conductas, se añaden - y el argentino es un lamentable modelo
internacional - la asfixia letal de la deuda y del napalm económico
dejado, en su funesto experimento de fusión de poder real y formal,
por el paleoliberalismo macrista. Sumemos al ‘combo’ el
extractivismo minero y energético, el uso irracional de la tierra,
la sojización, deforestación y envenenamiento cotidiano, y la
destrucción permanente de los sistemas de soporte estatal,
sanitarios, de educación, de vivienda, de tutela del medio ambiente,
de generación de empleos. Solo entonces podremos cuantificar el daño
a reparar desde una perspectiva solidarista.
Pero
como el capitalismo pudo, y aún podrá, asumir diversas formas en
sus etapas de desarrollo e involución, corresponde reconocer que en
ninguna de ellas ha intentado ni llegará a ser solidarista. Dicho
de otro modo, un capitalismo solidarista es un oxímoron. Ni el New
Deal, ni el Keynesianismo, ni el Plan Marshall, ni menos aún la
hipótesis no comprobada de un ‘Welfare State’, o del modelo
bismarkiano en materia de seguridad social, le han quitado ni
menguado el carácter específico de reproducción ampliada del
capital sustentada en la plusvalía, y ésta en la explotación del
trabajo humano: que nunca ha dejado de ser la única mercancía cuyo
valor de uso es notablemente superior a su valor de cambio. El
sustento ideológico (donde lo ideológico es equivalente a falsa
representación de la realidad) ha sido, y aún sigue siendo criterio
rector, el de la configuración de una centralidad social del trabajo
dependiente, y su forma aparente la bien caracterizada por André
Gorz como sociedad salarial.
Han
mutado algunas características en orden a los métodos de
perfeccionamiento del sistema de explotación, esos que parecían
eternizarse en la organización científica taylorista, desarrollada
por el fordismo, y que hoy resultan anacrónicas a partir de los
primeros ensayos toyotistas, de descentralización productiva, de
atomización del colectivo laboral: pero, esencialmente, de reducción
del capital fijo y de la fuerza de trabajo humana, y de traslación
de esa masa recuperada en disponibilidad para la actividad financiera
y especulativa, en la que se hace dinero con el dinero, y éste se
separa de su función en la producción de bienes y de servicios.
A
ese capital financiero y a su sistema de referencia inmediato, que es
el bancario; y al mediato, que es el sistema tributario regresivo, y
al último, que es el saqueo patrimonial de los pueblos y países
mediante la fuga de divisas y las prácticas mafiosas, no se le exige
ni que sea solidarista ni que coopere con el Estado a su servicio
para que éste cumpla con tal función.
EL
otro solidarismo, el de soporte estatal y presupuestario, enfrenta un
panorama no menos complicado. Y no solamente porque la hipotética
reconstrucción de una malla o tejido de protección social requiere
de plazos muchísimo más dilatados que la derrota política formal
de un modelo neoliberal, sino porque se requerirían condiciones
sumamente diversas de la afirmación dogmática de un combate
‘unidos’ al ‘enemigo invisible’ que nos autogenere una
situación de ‘orgullo como pueblo’, para usar frases típicas
del lenguaje gubernamental intrasistémico.
Es
obvio, sin ingresar a meandros macroeconómicos ajenos a mis reales
conocimientos, que ese posible porcentaje, por cierto muy inferior al
aplicable por países centrales del sistema, no se detrae del PBI,
sino que se financia por dos únicas vías posibles, descartado el
inasible nuevo endeudamiento: la de la pura y simple emisión
monetaria, o la modificación sustancial y urgente del régimen
presupuestario, el fiscal, el tributario y el financiero y bancario.
Y todo ello en un escenario en el que las mejores previsiones (por
ejemplo, las de la CEPAL) consideran un piso fácilmente superable un
6% de reducción del PBI anual, con topes que bien pudieran alcanzar
o superar el 15% según los países y las capacidades de producción
y consumo dentro de sus fronteras.
Si
está claro que la economía no va a volver a la normalidad, por
mucho tiempo, y sin primaveras a la vista, seremos parte de ese
mínimo previsto por CEPAL de once millones de nuevos desempleados en
Latinoamérica y el Caribe, y con una pobreza por ingresos y por
condiciones de vida que se incrementará en no menos de 30 millones
de personas en ese dilatado lapso. La Universidad Católica
Argentina, por ejemplo, ya cuantifica en un 45% del universo humano
el estado de pobreza estructural para el país, dentro del cual crece
invariablemente, el de indigencia.
¿Qué
hacer con la porción que a cada país nos toca en ese panorama, en
condiciones de agotamiento de la globalización mercantil, de
congelamiento de fuentes regulares de obtención de divisas y de
proteccionismos internos de las economías dominantes, en estados
similarmente críticos?
Antes
de interrogarnos acerca de qué condiciones harían posible esa
transformación del sistema de base presupuestario conviene
detenernos en un experimento muy fácil de hacer en el más
desprovisto de nuestros laboratorios. Coloquemos en un tubo de ensayo
una pequeña muestra de un proyecto de imposición ‘por única vez’
de un impuesto extraordinario a gigantescas fortunas . Comprobemos
ahora la reacción que produce la mezcla, en ebullición espontánea,
visceral, que amenaza quebrar no solo el tubo de ensayo sino al
laboratorio íntegro. Dejemos, entonces, el experimento de
laboratorio de tan alto riesgo, y hagamos la comprobación leyendo,
mirando o escuchando a los medios de in/comunicación concentrados
que reflejan y expanden su resistencia a tal investigación. Nos
desinforman, por supuesto, que antes pasará un camello por el ojo de
la aguja que una carga impositiva de tamaña afrenta a la riqueza o a
una porción ínfima de la misma.
Alvaro
García Linera, una figura del pensamiento de izquierda marxista de
esencia latinoamericana, que repartió teoría y responsabilidad
política en dosis no alcanzadas por otros intelectuales (incluyendo
sus riesgos de conflictos entre estrategia y tácticas) publicó una
muy atractiva nota (“Pánico global y horizonte aleatorio”, que
tomo de su versión en NODAL.com del 21/04/2020); y en sus párrafos
finales sostiene lo siguiente, en orden a las conclusiones
prospectivas de su análisis:
“El
mundo está atrapado en un vórtice de múltiples crisis ambientales,
económicas, médicas y políticas que están licuando todas las
previsiones sobre el porvenir; y lo peor es que ello viene con un
inminente riesgo de que se impongan “soluciones” en las que las
clases subalternas sean sometidas a mayores penurias que las que ya
se tolera hoy. Pero la condición de subalternidad social o nacional
tiene, en ese torbellino planetario, también un momento de
suspensión excepcional de las adhesiones activas hacia las
decisiones y caminos propuestos por las élites dominantes. El
desasosiego planetario por la fragilidad de horizontes a los cuales
aferrarse es también de las creencias dominantes, con lo que el
sentido común se vuelve poroso, apetente de nuevas certidumbres. Y
si ahí el pensamiento crítico ayuda a formular las preguntas del
quiebre moral entre dominantes y dominados, ayuda a visibilizar las
herramientas de autoconocimiento social, entonces es probable que, en
medio de la contingencia del porvenir, se refuerce aquel curso
sostenido en las actividades de la comunidad, la solidaridad y la
igualdad, que es el único lugar donde los subalternos pueden
emanciparse de su condición subalterna. Sólo así el horizonte que
emerja, sea el que sea o tenga el nombre que quiera dársele, será
propio; el que la sociedad es capaz de darse a sí misma y por el que
vale la pena arriesgar todo lo que hasta hoy somos. “
Parece
casi imposible separar esta conclusión del trabajo de García Linera
sin formularnos dos cuestiones básicas. Una: ¿Las clases dominantes
YA NO PUEDEN sostener y reproducir su sistema de explotación, y
carecen de toda posibilidad de ampliarlo y llevarlo a un nuevo
paroxismo? Dos: los de abajo ¿DECIDIDAMENTE QUIEREN, están
dispuestos y disponen del arsenal reivindicativo, ideológico y
político para modificarlo, “arriesgando
todo lo que hasta hoy somos” (o no
llegamos a ser)?
La
primera de ambas preguntas implica analizar no solo la subsistencia
del modo de producción genérico capitalista, sino determinar
también si hay posibilidades adicionales de retorno y ampliación de
políticas contrarias a los intereses de las mayorías. La segunda,
verificar si hay una marcha, un devenir o una deriva en el mundo y en
nuestro subcontinente que realmente avance hacia una síntesis
superadora y liberadora. Por cierto, ninguna de esas preguntas
permite respuestas dogmáticas ni simplistas, como en rigor no las
tuvieron nunca.
Llegado
a este punto, vayamos a la crisis y a sus consabidos efectos no
menos críticos sobre el derecho del trabajo y de la seguridad
social, y los condicionamientos para la praxis de la solidaridad, de
la articulación y relación de fuerzas en la base social , y en esa
bisagra entre las luchas sociales y de clase y la superestructura
político-jurídica que se declara y en alguna medida se proyecta a
través del derecho internacional de los derechos humanos y sus
grandes capítulos.
La
articulación y confrontación entre crisis y derechos de los
trabajadores no tiene absolutamente nada de novedosa, puesto que en
cada una de las crisis generales ordinarias y extraordinarias del
sistema capitalista global y local se esgrimió su evidencia, sus
manifestaciones y su pretexto para limitar, reducir, incumplir,
desregular, flexibilizar, clandestinizar, precarizar y excluir
sujetos comprendidos en las reales relaciones sociales de trabajo.
Por algo ha sido, al menos hasta aquí, que el derecho del trabajo y
de la seguridad social han nacido, se han alimentado y han convivido
con la crisis. Una crisis que es permanente en el divorcio entre la
producción social y la apropiación de la misma. O, dicho en
palabras de Carlos Palomeque en 1984, las crisis económicas han
sido un compañero de viaje histórico del derecho del trabajo .
En
algunas de esas otras crisis previas, los muros de la ciudadela
sitiada del constitucionalismo social resistieron, maltrechos, pero
dificultando en mucho, -con la organización y la capacidad de
combate de los sitiados-, que por ellos penetraran en masa los
sitiadores, se apoderaran de la única propiedad de sus habitantes,
se enriquecieran con el saqueo, violaran, mataran, hambrearan y
explotaran como esclavos a sus vencidos.
Pero
desde al menos la llamada crisis del petróleo de 1973, esas murallas
han sido expuestas a bombardeos y destrucciones, con armas que
proporcionó la Escuela de Chicago y consolidó el Consenso de
Washington.
No
sin que se sostuvieran las resistencias, como en 1974 la LCT
argentina, o aún en 1988 la Constitución Brasileña, o luego la
plurinacional boliviana, o progresos en áreas menores, pero que
no han llegado a reconocer, y menos a garantizar, derechos
fundamentales. Sin contar los productos de bloqueos imperiales, como
en Cuba, en Venezuela, en Bolivia.
El
derecho laboral sitiado arrastra un siglo de batallas, de derrotas y
de logros, de luchas y conflictos permanentes, con un ánimo
expansivo y abarcador. Es su esencia de progresividad la que lo
mantuvo vivo, aunque de ningún modo indemne frente a sus sitiadores.
Pero veamos en qué condiciones objetivas arriba a las muy
inesperadas y angustiantes situaciones derivadas de la pandemia del
COVID19.
En
sus FUNDAMENTOS DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES, Luigi Ferrajoli nos
proporciona un buen metro patrón:
“Si
queremos que los sujetos más débiles, física, política, social o
económicamente sean tutelados frente a las leyes de los más
fuertes, es preciso sustraer su vida, su libertad y su
supervivencia, tanto a la disponibilidad privada como a la de los
poderes públicos, formulándose como derechos en forma rígida y
universal.”
No
quiero introducir aquí la cuestión de la negación que de esa
universalidad ha hecho la propia OIT cuando se limitó a enunciar
algunos derechos laborales, individuales y colectivos, como ‘derechos
fundamentales’, restringiendo, tras su aparente ampliación de
espectro, muchas subcategorías: como la que permite que hoy se
discuta hasta el hastío, en ese organismo, si cabe en la libertad
sindical el derecho de huelga.
¿Llegamos
al COVID 19 con un sistema de derechos laborales del que se pudiera
decir que pondera a la persona que trabaja, persona que posee
dignidad, sentimientos, individualidad, intimidad, vida privada,
pensamiento, ideología, religión, vida familiar, orientación
política, necesidad de información y expresión, nacionalidad,
idioma, sexo y orientación e identidad sexual elegida, vida
comunitaria, como dice César Arese, en su obra sobre los derechos
laborales fundamentales (y al que yo añado el derecho a la elección
y ejecución de un proyecto de vida, para usar terminología propia
de la CIDH?)
¿Se
reflejaba esa concepción de derechos fundamentales previa a las
limitaciones, cancelaciones, postergaciones y clausuras de
emergencia, en los ámbitos del trabajo público y privado en el que
interactúan con (y dentro, y encima) del poder político los poderes
económicos, dominantes y expandidos como poder real, antisociales y
elevados a la impudicia con el neoliberalismo y el despotismo
financiero?
Por
laborioso que haya sido ese combate social, y el jurídico que lo
acompañó y acompaña, en defensa activa y militante de los derechos
de la clase trabajadora, en Latinoamérica se ha replicado
implacablemente la restricción y cancelación progresiva de esos
derechos, tanto como de sus espacios objetivos y subjetivos de
vigencia y aplicación. Para un universo que se exhibe en constante
expansión, el derecho laboral y el de la seguridad social se hallan
en contracción permanente: cada vez menos derechos, para cada vez
menos titulares, cada vez con menores tutelas, cada vez con más
excepciones y exclusiones, y cada vez con menos garantías de
cumplimiento o ejecución forzada. Hablo de un derecho laboral que
se angosta, se estrecha, pierde abarcabilidad y efectividad, y que ha
ido dejando afuera del marco de su protección; y , en especial, de
los excluidos sociales, esas multitudes a las que el propio sistema
jurídico vigente no atiende sino desde el derecho penal.
Llegamos
al Covid 19 con nuestra propia pandemia a cuestas. Para la del COVID
19 todavía no tenemos vacunas ni terapias salvadoras. Para la del
derecho del trabajo tenemos una medicación que al menos nos muestra
un horizonte: Los DDHH, que si acudimos a la convención de Viena de
1993, son bandera de universalidad, de indivisibilidad, de
interdependencia y que deben ser tratados en forma global y en pie de
igualdad. Sin pleno o semipleno empleo, cuando el ejército de
reserva de la burguesía se transformó en un ejército de
excedentes, cuando hay dos o tres generaciones, ya, que no conocen el
empleo regular, ni la sindicalización, ni el derecho a la
elaboración y concreción de un proyecto de vida, no nos podemos
quedar aferrados a la repetición memoriosa de un derecho destinado a
intentar compensar desigualdades en las relaciones de trabajo
subordinado basado en un trípode de subordinaciones jurídicas,
técnicas y económicas.
Cómo
superar la segmentación entre el sector formal y el precarizado, y
entre ambos y el liso y llano desempleo, en el que no hay
valorización porque ni siquiera existe el hecho ‘trabajo’ como
generador de valor de uso ni de ámbito de la fuerza potencial del
trabajo.
Evidentemente,
hay que elaborar nuevas vías de salida. Poner en cuestión los
dogmas de la centralidad social del trabajo dependiente, y de una
sociedad salarial en la que una alta proporción de los asalariados
no alcanzan las condiciones mínimas y dignas para su propia
supervivencia.
Repensar
el trabajo humano, transitar el camino hacia distintas formas de
inserción de la fuerza de trabajo en nuevos proyectos sociales, en
nuevas prioridades que contemplen asignaciones básicas universales;
y todo eso mediante inversiones copernicanas de los sistemas
tributarios y fiscales, y en nuevos programas de igualación
superadores. Sus sustentos teóricos, sus formas y sus métodos , su
configuración como nuevas relaciones de poder de las mayorías, no
serán el resultado natural de la repetición de ninguna consigna
dogmática preestablecida.
Ya
veremos en qué nuevas y poco previsibles condiciones de articulación
de fuerzas y de continuidad y desarrollo de la conflictividad de
clases, es posible salir de la destrucción para dialogar activamente
sobre el trabajo del futuro.
Si
de algo estoy convencido es de la inutilidad de planteos simplistas
de vuelta al pasado, a la hipótesis de un estado de bienestar
sobrevalorado y a su función ideológica encubridora en el
capitalismo contemporáneo. El optimismo histórico, como siempre,
queda depositado en la voluntad y en la unidad de acción de los
pueblos. Pero que no nos sorprenda que el Ulises de un ejército que
aparente estar en retirada disponga de un ingenio tan destructor como
el caballo de Troya. Porque también eso puede suceder si no
recogemos el mensaje homérico y le volvemos a abrir las puertas de
la ciudad, que es lo que ya está sucediendo en buena parte de
nuestros escenarios.
Gracias
a todes, y quedo a disposición de la coordinación y de quienes
puedan participar en su debate.
Imagen: Niño geopolítico observando el nacimiento del nuevo hombre, de Salvador Dalí.